02 enero 2009

Confianza

En casa tenemos varios ordenadores. Concretamente, yo tengo dos, un portátil y uno de sobremesa; mi hijo pequeño tiene un portátil regalado recientemente (el anterior que tenía lo ha regalado a su vez); y, finalmente, mi hijo mayor y su pareja, cuando vienen, normalmente lo hacen acompañados de otro portátil. Como ven, somos una familia muy informática.

Pues buen, mis dos ordenadores son de uso público (entiéndase por público a los miembos de mi familia): no están protegidos con contraseña alguna, todas las carpetas se pueden ver y sus contenidos, evidentemente, pueden ser descargados sin ningún tipo de problema. Incluso ahora, con esa nueva tecnología llamada wifi, hasta tengo algunas carpetas y directorios compartidos; es decir, mis hijos pueden acceder a mi ordenador, ver lo que tengo y descargarse al suyo aquellos archivos que realmente le interesen. Es más, incluso utilizan mi disco duro como almacén suyo pues guardan en él archivos que son de su único interés y no del mío.

Hasta aquí, esta situación la considero normal, una relación de padre e hijos, donde el padre da lo que tiene y los hijos, aprovechándose de su condición de hijos, gozan de las ventajas que ofrece dicha situación.

Sin embargo, lo que no me cuadra es la postura de cada uno con respecto a sus ordenadores. Cada uno de ellos lo tiene protegido con una clave que, hasta ahí podíamos llegar, únicamente ellos conocen. ¡No hay acceso! ¡STOP! ¡Prohibido el paso!

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