Quince años se cumplieron ayer sin fumar. ¡Es algo que me parece mentira! ¡Dejar de fumar...! Era una situación que nunca (más bien, casi nunca) me había planteado realizar y que, sin embargo, reconocía en mi fuero interno que era un lastre que tenía que soltar.
Y es que esto debe de ser como la fruta madura: cuando la situación es propicia, ¡ale hop! se produce el milagro. No sé: controlar las manos que inconscientemente van a por el cigarro cada cierto tiempo, pensar que, si de despiertas temprano, te va a faltar tabaco y te ves obligado a salir en la noche a comprar, recuperar olores que tenía perdidos...
En aquellas fechas no padecía ningún problema respiratorio que el tabaco multiplicara y, evidentemente, esa no fue la causa de mi abandono.
No obstante, imagino que de haber seguido fumando, probablemente ahora no lo estaría narrando como algo que podía haber pasado, sino como algo real y tangible.
Y, además, tengo la enorme suerte de que mi mujer lo ha dejado tambíen hace un par de meses, y ninguno de mis dos hijos conoce qué es fumar.
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