...tiene que ser la aceptación obligada de esa pequeña y silenciosa lucha diaria contra el dolor. No el dolor en su expresión extrema, desgarradora y sin tiempo material para acatar el destino, sino esas pequeñas punzadas feroces que día tras día se nos van manifestando y que se quedan a vivir con nosotros de modo casi permanente.
Ese «parece ser...» que nos va devorando poco a poco, pero que nos permite, con un ritmo que podríamos definir cadencioso, familiarizarnos a los pinzamientos cervicales cotidianos, consecuencia directa de nuestra vida sedentaria frente a la pantalla de un ordenador; a la desaparición paulatina del cartílago de la rodilla y considerarlo como un hecho habitual: ¡para lo que ando!; al triunfo de la artrosis que te deforma los dedos de las manos y te va obligando gradualmente a esconderlas de la vista de tus amistades... ¡Para que seguir!
Ese recuerdo lejano de bonanza que nos permite revivir escenas donde todo era plácido va desapareciendo de un modo paulatino. ¡Con lo que yo corría! es la frase más cruel y desangelada que se le puede decir a alguien.
Y es esa cotidianidad, y no otra cosa, la que nos permite convivir con él sin violencia. ¡Qué se le va a hacer!
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